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La mayoría de los que nacimos antes de la década de los sesenta teníamos la sensación, cuando aún disfrutábamos de la infancia, de que el mar era inagotable. Mirábamos los mapas del globo terráqueo y veíamos color azul por todas partes. Y pensábamos: ¿cómo va a ser posible que se acaben los peces, que desaparezcan los animales de colores, las ballenas y los delfines? Hoy sabemos que el mar tiene una producción limitada. Grande, eso sí, pero limitada. Y a menos que el ser humano sea plenamente consciente de ello, los océanos pueden llegar a ser desiertos, húmedos, pero desiertos.
La explotación de los recursos vivos del mar ha sido una actividad tan vieja casi como el hombre. Desde los primeros tiempos hasta la actualidad, la pesca ha pasado a ser una de las actividades humanas de obtención de alimento más importantes del mundo. Pero es a mediados del siglo XIX cuando la actividad pesquera alcanza su primera madurez. En aquellos años, las artes de pesca que se empleaban no diferían sustancialmente de las actuales, aunque los materiales, las tecnologías anejas, los buques y los conocimientos científicos no eran, ni mucho menos, los mismos. A mediados del siglo XX la producción mundial se estimaba en alrededor de 20 millones de toneladas. Salvo en los años de las dos guerras mundiales, el crecimiento de la pesca continuó hasta mediados de los años 80, cuando la producción mundial se estabilizó en unos 80-90 millones de toneladas. Pero, además de los modernos medios técnicos, el conocimiento científico ha tenido también mucho que ver en la mejora de la eficiencia de las flotas pesqueras. Desde que en 1902 se creó el Consejo Internacional para la Exploración del Mar (ICES) -considerado como el hito que marca el inicio de la Ciencia Pesquera- los conocimientos científicos sobre los recursos pesqueros han ido aumentando progresivamente. No sólo se han prospectado e identificado las especies de interés comercial, sino que se ha profundizado en el estudio de su distribución espacio-temporal, de la biología (crecimiento, reproducción, reclutamiento y mortalidad) y de la dinámica de las poblaciones, que junto a la información de captura y esfuerzo de pesca, ha permitido a los biólogos y ecólogos pesqueros diseñar modelos de evaluación y explotación de los recursos vivos marinos.
La elevada tasa de explotación de la mayoría de los recursos tradicionalmente explotados, debido a un aumento muy importante del esfuerzo y poder de pesca de las flotas y a unas inadecuadas medidas de gestión y ordenación, han llevado en muchos casos a una reducción drástica en el tamaño y el número de los reproductores, lo que ha afectado directamente al potencial reproductor y al reclutamiento de nuevos individuos para años venideros. El resultado es que hoy en día se estima que la gran mayoría de las pesquerías tradicionales están sobrexplotadas o, en algunos casos, prácticamente colapsadas, y que no existen nuevas especies o caladeros que permitan compensar la pérdida de captura. Por tanto, la producción mundial está estabilizada desde hace cerca de 20 años.
La alarma ha sonado porque las medidas tomadas hasta ahora han mostrado ser insuficientes. La necesidad del mantenimiento y recuperación de los niveles de obtención de alimento procedente del mar, han llevado a la comunidad científica a explorar nuevas medidas de regeneración de stocks y de ecosistemas marinos, así como el desarrollo de la acuicultura (producción en cautividad de manera eficiente de moluscos bivalvos, crustáceos y peces), actividad en crecimiento constante desde los años 80. Complementariamente, al margen de la necesidad urgente de una disminución considerable del esfuerzo de pesca (reducción del número de barcos, días de mar y adecuación de las artes de pesca), se han venido instaurando las denominadas Áreas Marinas Protegidas, en concreto las conocidas como Reservas Marinas.
Estudios muy recientes predicen un colapso casi apocalíptico de las especies tradicionalmente explotadas sobre el año 2050, salvo que se tomen medidas drásticas en la próxima década. Estas medidas supondrían una reducción de primer orden del esfuerzo de pesca, así como la ampliación de las Áreas Marinas Protegidas hasta conseguir un porcentaje de protección equivalente al 5-10% de la longitud de costa, junto con una disminución del impacto antrópico sobre el litoral, disminuyendo los niveles de contaminación y de destrucción física de ecosistemas. Con estas medidas cabe esperar una recuperación importante de la biodiversidad marina a corto y medio plazo y, con ello, de la producción. Por tanto, parece que sí, que es cierto, que el mar no es inagotable.
Ignacio J. Lozano Soldevilla fue Profesor Titular de Zoología de la Universidad de La Laguna.
Artículo publicado originalmente en la revista RULL nº 30 |